“La vida campesina es una vida
dedicada por entero a la supervivencia”
Puerca Tierra, John Berger (1979)
Una fotografía de
la realidad
Este
año comenzó con el adiós a la mirada más azul de la crítica, John Berger, un
espíritu renacentista con corazón campesino que nos enseñó a ver la pintura y a mirar la fotografía. Con algo tan
necesario como la pausa, y tomando estas artes casi como excusa, nos anunció
–antes, incluso, de que Bauman también nos dejase en el desamparo y la
incertidumbre de su líquida modernidad- los caminos angostos de estos tiempos,
las esperanzadas contradicciones del ‘progreso histórico’. Hoy ya sabemos que
la productividad ni aumenta el empleo ni disminuye la escasez, que la
información y el conocimiento no amplían la democracia, y que el ocio (mercantilizado)
no es sinónimo de mayor felicidad, más bien al contrario, se convierte en otro
espacio de manipulación
de masas, cuando no abre el camino hacia un “aburrimiento
absolutamente inimaginable”.
Como
ya previera Engels cuando dijo aquello de que “la máquina de vapor acabó con la
carretilla”, en ‘Puerca Tierra’ Berger describe la desaparición de la vida
campesina. Quizá su capacidad de supervivencia haya sorprendido a teóricos y a
las propias administraciones pero quizá, apuntaba, nos encontremos ante la
posibilidad, por primera vez en la historia, de que esa clase de supervivencia
deje de existir. La razón, obviamente, está en el avance de la agricultura
industrial, pero no solo: el desarrollo urbanizante y la profunda
transformación social aparejada han traído como consecuencias la urbanalización del paisaje y la
homogeneización de los modos de vida.
Es
en el ensayo ‘Mirar’ donde Berger logra explicarnos de forma nítida cómo esos
hábitos se hacen supuestamente deseables. De la mano de Walter Benjamin o Susan
Sontag, desgrana el uso de la fotografía en el capitalismo industrial como un
dispositivo de control para generar cambios sociales a partir de la profusión de
imágenes que, paradójicamente, solo representan apariencias (ni qué decir tiene
de lo que pensaría en el actual momento de producción, reproducción y
publicación instantánea y casi exponencial). Su tesis viene a decir que la
cámara atrapa acontecimientos para olvidarlos: la memoria deja de ser necesaria
ante un continuo espectáculo de fotografías carentes de sentido. Pero antes, nos
regala el análisis de la famosa fotografía en que August Sander retrató a tres
campesinos:
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Tres campesinos, August Sander, 1914. |
“Hay en esta imagen tanta información
como en las páginas de un maestro de la descripción de la talla de Zola. Sin embargo, yo solo
quiero tomar en consideración una cosa: sus trajes (…) La estática fotografía
muestra, tal vez más claramente que la vida, la razón fundamental por la que
los trajes, lejos de disfrazarla, subrayan y acentúan la clase social de
quienes los llevan. La foto fue realizada en 1914. Los tres jóvenes pertenecen,
como mucho, a la segunda generación de campesinado europeo que utilizó este
tipo de traje (…) Sus manos son demasiado grandes, sus cuerpos demasiado
delgados, sus piernas demasiado cortas. Utilizan el bastón como si estuvieran
conduciendo ganado. Podemos hacer el mismo experimento con sus caras (…) Lo
único que les sienta bien es el sombrero (…) Sin embargo, nadie obligó a los
campesinos a comprarse un traje, y los tres que se encaminan hacia el baile
están claramente orgullosos del suyo. Lo llevan con una suerte de presunción.
Esta es precisamente la razón por la que el traje podría convertirse en un
ejemplo clásico y fácil de explicar la hegemonía de clase.”
Estando
acá y observando las costumbres del interior, me he atrevido a defender que la
vida campesina de Paraguay es instintiva e inconscientemente anticapitalista. No
se trata de una idea elaborada, sino más bien de la intuición de que, viviendo
sobre una tierra fértil, donde es fácil –desde una visión comunitaria- tener
las necesidades básicas cubiertas, lo más importante después del trabajo para
proveerlas es compartir lo que tengas: tu tiempo, tu conversación, un tereré...
Ya veis, cosas muy sencillas, momentos y espacios de pausa que, en otros
contextos y bajo ritmos productivos frenéticos, parecieran estar en extinción. Y
me hace feliz ver, en cierta medida, refrendada mi impresión en el libro de un
antropólogo canadiense, Kregg Hetherington, del que ya os
hablé en otra entrada. Hasta ahora solo había leído algún artículo suelto, pero
una amiga me ha regalado ‘Auditores campesinos’ y lo estoy devorando porque,
además, en estos días el autor estará por acá para presentar la edición en
castellano.
Campesinado y
ciudadanía
El
ensayo hace una crítica
situada, que no subjetiva, de cómo la modernidad que se construyó a partir
de 1989 en Paraguay con la caída de Stroessner deja fuera del proyecto nacional
al campesinado. Tras casi medio siglo de dictadura, este discurso se articula
en torno a tres ejes: crecimiento, transparencia y democracia. Tales
ingredientes permitirían sacar al país de su secular aislamiento, garantizarían
la lucha contra la corrupción y sentarían las bases de la gobernabilidad basada
en los derechos humanos. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en esta
visión del desarrollo –ese ‘progreso histórico’ aparentemente ineludible…- subyace
una estrategia que tiende a despolitizar los conflictos y a convertir cualquier
asunto en un problema técnico y burocrático.
|
Michel Foucault, uno de los grandes teóricos del conflicto social y las formas de dominación. |
La
palabra ‘campesino’ hace referencia en
Paraguay a pequeños agricultores, con o sin tierras, fundamentalmente, de la
región Oriental. Sobre ellos pesa todo un imaginario que no solo no encajaba en
ese proyecto de modernidad, sino que era visto por el polo transicionista –la clase media urbana y, se podría decir que,
específicamente, élites y profesionales liberales de la capital- como una
amenaza, toda vez que representaba lo inescrutable de las masas. Para empezar, se
les vincula a una suerte de irracionalidad económica, que es la forma
eufemística de no llamarles directamente haraganes; por supuesto, es gente
analfabeta, en tanto en el interior se habla guaraní, un idioma ágrafo –hasta
la gramática elaborada por los Jesuitas, que dejaron su impronta colonial en
él- cuyos significantes y significados difícilmente casan con una cosmovisión
occidental-liberal; y, por si fuera poco, se les asocia con el pasado
autoritario del país, en la medida en que su flirteo o apoyo, más o menos,
explícito a líderes populistas abrirían la posibilidad de esa ‘irrupción
plebeya’ –tan de moda ahora-, esa forma, al parecer aberrante, de acceder y
ejercer el poder.
Es
fácil deducir que crecimiento, transparencia y democracia resultan conceptos
casi antagónicos a haraganería,
analfabetismo y populismo. Sin embargo, el campesinado también representa
la visión romántica de la nación paraguaya –ese pueblo mestizo que ha resistido
desde la colonia hasta las sucesivas guerras que marcan la historia reciente del
país-, de manera que servía como un aliado necesario y funcional al proyecto de
transición democrática. La paradoja es que este discurso moderno, que
explícitamente incorpora a la población campesina –y que esta abraza y hace
suyo-, implícitamente va a desplazar la marginalidad de este grupo desde la
raza, la cultura y la clase, hacia la esfera técnico-burocrática disfrazada,
solo aparentemente, de política. La consecuencia, siempre siguiendo la línea
argumentativa del autor del libro, es que la transición trajo consigo la
creación de dos rangos de ciudadanía: la sociedad
civil, un actor racional capaz de participar en las decisiones políticas, y
un pueblo, al margen de las nuevas
lógicas de la modernidad, que solo puede ser gobernado.
La épica pionera
y el bloque histórico
En
1963 se promulga el Estatuto Agrario, el régimen jurídico que va a administrar
la Reforma Agraria y crea el Instituto de Bienestar Rural (IBR). Este se
encargará de repartir colonias en la fértil, y hasta entonces boscosa, región
Oriental. A diferencia de otros países de Latinoamérica, la Reforma Agraria en
Paraguay resultó mucho menos conflictiva: si en aquellos, grandes haciendas eran
trabajadas por aparceros de familias ricas, en este se expropiaron latifundios vacíos
e improductivos, cuyos dueños eran individuos o empresas inscritas en el
Registro por agentes inmobiliarios internacionales a finales del siglo XIX. Así
se inició lo que se conoció como ‘Marcha al Este’ (con evidentes reminiscencias
en los pioneros estadounidenses del siglo XIX) que pretendía, además de ser un
proyecto de construcción nacional, proteger el territorio de la anexión con la
frontera agrícola brasileña. Familias enteras que habitaban pequeñas parcelas
en la zona central se desplazaron hacia la frontera para ocupar las diez
hectáreas que el Estatuto les asignaba –siempre que demostrasen que su
dedicación habitual era la agricultura y que no poseían otras tierras-,
creándose así pequeñas ciudades y nuevas economías y organizaciones de ‘base’.
Hoy
en día nadie pone en duda que el desarrollo de la frontera agrícola hacia el
Este, junto con la construcción de la presa de Itaipú, fueron las
grandes hazañas económicas del régimen de Stroessner. Como consecuencia de
esta política, el Partido Colorado se convirtió en el partido de la mayoría de
campesinos, tejiendo un aparato clientelar que se fue construyendo y
fortaleciendo a medida que avanzaba el paisaje reformado. Y lo que el autor del
libro sostiene es que, a pesar del surgimiento de corrientes políticas
contrarias al régimen en el campo –cuyo máximo exponente fueron las Ligas
Agrarias, violentamente reprimidas y desmanteladas a mediados de los años 70-,
“el mayor éxito de Stroessner fue la creación de un bloque histórico basado en
una filosofía singular del uso de la tierra, del desarrollo y, en última
instancia, del propio Estado-Nación.”
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La gran aportación de Antonio Gramsci al pensamiento marxista fue el
concepto de hegemonía y la necesidad de un bloque histórico.
Stroessner supo construirlo pero, dado su visceral anticomunismo,
dudo que leyera los 'Cuadernos de la cárcel' del sardo.
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La
realidad es que la red clientelar del Partido Colorado no se tejió solo hacia
abajo y el IBR, a la par que permitía el acceso a tierras por debajo de su
precio de mercado a campesinos desposeídos, también fue otorgando grandes
extensiones a militares y altos funcionarios. La mayoría de estas tierras
fueron vendidas a especuladores o a migrantes brasileños, comúnmente conocidos
como ‘brasiguayos’ que, en apenas dos décadas, colonizaron la mayor parte de
los tres departamentos fronterizos: Canindeyú, Alto Paraná e Itapúa. Obviamente,
todas estas
operaciones eran fraudulentas, dado que ni unos ni otros eran sujetos de la
Reforma Agraria, pero en tanto se mantuvo como dos regímenes agrarios
diferentes, que operaban sobre distintos rubros y con cadenas comerciales segregadas,
desde Asunción era difícil ver cómo los granos de soja iban cambiando
paulatinamente la imagen y el paisaje tradicional del Paraguay rural.
La
anomalía de que en este país el dictador fuese sacado del poder por un golpe de
estado y que el mismo Partido Colorado siguiese gobernando dos décadas después
era ampliamente atribuida por las élites capitalinas al voto campesino. A la
imagen de pies descalzos, tereré y sombrero pirí,
se empezó a sumar la idea, casi vista como una patología, de que el campesinado
había sido engañado y corrompido durante años de dictadura, que no tenía la
culpa de su atraso pero que, definitivamente, era incapaz de participar del
debate democrático. El golpe al dictador coincidió, además, con la Caída del
Muro y el fin de la historia, y en este
contexto la corriente transicionista quedó
seducida ante las bondades del libre mercado, de manera que la revolución
agrícola que suponía la soja encajó como una suerte de redención económica en su
discurso hacia la modernidad: para 2004, Paraguay ya se había convertido en el
cuarto productor mundial de soja.
Tenencia de la
tierra: kuatia
A
medida que el autor del libro nos va contando su investigación y las
conversaciones que mantenía con campesinos, da cuenta de una frase repetida por
estos y a la que él, en principio, no le encuentra mucho sentido: ¡Oprivatizapase la oreyvy! (¡Quieren
privatizar toda nuestra tierra!). Sequías, malas cosechas y atractivos precios
ofrecidos por los ‘brasiguayos’ –hasta 30 veces el valor otorgado por el IBR- habían
ido empujando a algunos campesinos a vender sus tierras o a plantar ellos
mismos soja, iniciándose así un proceso –deforestación, agrotóxicos, policía y
grupos civiles armados forzando a pequeños agricultores a vender sus tierras-
que convertía en inhabitable la realidad en las comunidades para quienes
insistían en quedarse. La posesión de la tierra en las colonias y asentamientos
se regía por el Estatuto Agrario y, dependiendo de su posición en la narrativa
pionera, los campesinos poseían sus tierras como mejoras, derecheras o títulos.
Al
revocar el Estatuto Agrario los llamados latifundios ‘improductivos’, los
campesinos que participaron en la colonización hacia el Este solo tenían que
encontrar tierras que no estuviesen siendo utilizadas para la agricultura y
tomar posesión. En los primeros años, jóvenes campesinos aplicaron desmontes,
instalaron pozos, acondicionaron cultivos…, es decir, mejoraron con su trabajo la parcela que luego podía ser vendida a
una segunda ola de pioneros. En estos casos, el objeto de la compra-venta eran esas
mejoras,
y no tanto la tierra en sí, y no existía ningún intercambio formal: era una
transferencia ‘arriero porte’, el
equivalente en guaraní a un ‘pacto entre caballeros’. El reconocimiento estatal
a través del IBR requería un decreto de expropiación y el problema surgía
cuando varios dueños reclamaban la misma parcela –consecuencia de las tierras malhabidas que generó la
asignación discrecional a individuos que no eran sujetos de la Reforma Agraria-.
La presencia del IBR en las colonias dio la esperanza a los campesinos de que,
aunque fuera lento, el proceso de expropiación era inevitable luego de la
ocupación de las tierras y el reasentamiento organizado. Los derechos
adquiridos a través de esta interacción con el IBR se conocen como derecheras,
aunque este es un término que hasta hace poco no aparecía en ningún documento
legal. Aunque las derecheras no podían venderse –política con la que la Reforma
Agraria pretendía generar el arraigo de las comunidades- en la práctica sí que
se daban estas ventas, ya que para la mayoría de campesinos el papel que acompañaba
a su parcela, más que reconocer la propiedad, era un reconocimiento legal al
trabajo e inversiones previas: quien compraba y quien vendía entendía que se
trataba de mejoras y que el documento
solo añadía, al reconocerlo, más valor a la tierra. Una vez pagada su derechera
el campesino podía acceder al título, una fórmula que garantizaba más ‘seguridad’
ante la posibilidad de un desalojo o, simplemente, como un símbolo de sus
logros. Los títulos no podían venderse por un período de diez años, transcurridos
los cuales estas tierras pasaban a regirse por el Código Civil, en lugar del
Estatuto Agrario, de manera que la transferencia ya no estaba restringida y
pasaba a ser una propiedad privada como otra cualquiera.
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Tereré y sombrero pirí, dos imágenes del Paraguay rural. En Ko'e Porã, una de las comunidades que más rechazo ha mostrado a implicarse en nuestro proyecto por miedo a la privatización de sus organizaciones de agua. |
Cuando
la gente del campo habla de su lote, normalmente, se refiere a él como chelote (mi lote) o cheyvy (mi tierra) pero nunca como chepropiedad (mi propiedad), y quienes sí lo hacen es porque han
pasado a considerarse –y a ser considerados por la comunidad- productores (ni
siquiera ya agricultores) que, bien cultivan soja o arriendan su tierra a
estancieros ‘brasiguayos’: la tierra deja de ser vista como la ‘base’ de su
proyecto y pasa a ser mercancía con la que aumentar su capital. Lo que defiende
Hetherington es que las prácticas de conocimiento y de relación con el mundo
del campesinado definen su visión de los derechos de propiedad y este aspecto,
entre otros, encierra el fracaso de uno de los objetivos de la Reforma Agraria:
el reconocimiento de plena ciudadanía de la población campesina a través del
acceso a la tierra.
Para
los campesinos, la ‘base’ no es solo su hogar, sino que constituye el principio
de su subjetividad política: el derecho de propiedad es para ellos un bien
material adquirido fruto de su trabajo y que les vincula como ciudadanos con el
Estado. Si en la tradición jurídica liberal, la propiedad es una especie de
relación abstracta corroborada por un título, desde la perspectiva campesina la
propiedad está definida por la materialidad de sus acciones, es decir, por su
propio trabajo. En el primer caso, el derecho –el reconocimiento en un código
legal abstracto- es previo al acceso a esa propiedad; en el segundo, el derecho
es el resultado material del trabajo sobre esa propiedad que, finalmente, se ve
reconocido en kuatia (papeles). Es decir,
según el autor, habría un choque antropológico entre el pensamiento económico
campesino y la economía política institucionalizada.
Hasta
la expansión de la soja, en la región Oriental nadie tuvo problemas en comprar
o vender sus lotes ni el trabajo en ellos invertido. Pero el boom de las commodities a partir de los años 90 abrió
la presión sobre las comunidades y el temor entre las organizaciones campesinas
a que estas desaparecieran. Además, y este es uno de los ejes del libro, el
nuevo lenguaje de la transparencia se convirtió en un obstáculo para los
campesinos: a las tierras malhabidas surgidas por el reparto ilegal de tierras
fiscales, se sumaba ahora la habilidad de los grandes estancieros para, bajo el
subterfugio que brindaba el Código Civil –y sus incoherencias con el Estatuto
Agrario, que permitía la prevalencia de aquel, también al interior de las
colonias-, titular rápidamente y de facto
propiedades, bajo el pretexto de un mero cercado, un cartel o el inicio de la
plantación. Es decir, estos ‘actos de posesión’ actuales anulaban el trabajo
campesino previo. Y entonces Kregg entendió lo que los campesinos llamaban ‘propiedad
privada’: ndojeikekuaai (no se puede
entrar). La nueva transparencia institucional se traducía en una práctica de
acceso a la tierra excluyente respaldada por la policía y apoyada por civiles
armados.
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Las marchas campesinas tienen una presencia constante en Asunción para reclamar, entre otras cosas, el acceso a la tierra. |
Un apunte
personal
Dice
Roa Bastos en ‘Hijo de Hombre’ que “la separación de los intelectuales de la
gente implica inevitablemente la traición a su causa.” Lo que más me está
gustando de este libro es su crítica situada, una toma de postura sin ambages –aunque
entendiendo y explicando sus contradicciones internas- de la voz campesina. Y
el hecho de que, como dicen acá, “se me ha caído la ficha”. Y es que, pese a
que llevo más de un año y medio trabajando con organizaciones comunitarias de
agua en Canindeyú, solo ahora comprendo el temor a una idea de privatización
que, usada por la gente del interior, yo tampoco lograba discernir. Haciendo un
paralelismo con el problema de la titulación de tierras, creo que empiezo a entender
las reticencias de mucha gente a regularizar la situación de sus organizaciones
comunitarias de agua bajo el temor de la privatización.
Si
el rasgo más llamativo de la transparencia es su obsesión por los documentos y
los campesinos han tratado de entrar en esa lógica a través de su trabajo, han
ido poco a poco descubriendo que sus kuatia,
de repente, han perdido el valor que ellos les otorgaban y, también, el
significado que tenían como vínculo de ciudadanía. Los documentos se han
convertido, de hecho, en la herramienta que ese lenguaje de la transparencia
institucional usa para la desposesión en uno y otro sentido.
Nota final
Este
texto lo he elaborado a partir de las notas que he ido tomando de la primera mitad
del libro. Si me tenéis paciencia y soy capaz de mayor síntesis de la que he
demostrado aquí, tengo intención de escribir una segunda parte de esta entrada,
que daría cuenta de lo que el autor denomina ‘auditorías campesinas’: dado que
la transparencia es una idea universalista pero, como ha quedado demostrado,
crea sujetos no autorizados a participar en ella, se hacen necesarias “un
conjunto de prácticas de rescate, interpretación y creación de documentos
oficiales (como cualquier auditoría) que no se adaptan a la ideología o
estética ideal de la transparencia.” Es decir, una suerte de resistencia,
dentro de los flujos de información gubernamental a través de los cuales su
práctica es vista como una amenaza para, precisamente, confrontar distintas
subjetividades políticas.