domingo, 19 de febrero de 2017

¡Oprivatizapase la oreyvy!


“La vida campesina es una vida dedicada por entero a la supervivencia”
Puerca Tierra, John Berger (1979)


Una fotografía de la realidad

Este año comenzó con el adiós a la mirada más azul de la crítica, John Berger, un espíritu renacentista con corazón campesino que nos enseñó a ver la pintura y a mirar la fotografía. Con algo tan necesario como la pausa, y tomando estas artes casi como excusa, nos anunció –antes, incluso, de que Bauman también nos dejase en el desamparo y la incertidumbre de su líquida modernidad- los caminos angostos de estos tiempos, las esperanzadas contradicciones del ‘progreso histórico’. Hoy ya sabemos que la productividad ni aumenta el empleo ni disminuye la escasez, que la información y el conocimiento no amplían la democracia, y que el ocio (mercantilizado) no es sinónimo de mayor felicidad, más bien al contrario, se convierte en otro espacio de manipulación de masas, cuando no abre el camino hacia un “aburrimiento absolutamente inimaginable”.

Como ya previera Engels cuando dijo aquello de que “la máquina de vapor acabó con la carretilla”, en ‘Puerca Tierra’ Berger describe la desaparición de la vida campesina. Quizá su capacidad de supervivencia haya sorprendido a teóricos y a las propias administraciones pero quizá, apuntaba, nos encontremos ante la posibilidad, por primera vez en la historia, de que esa clase de supervivencia deje de existir. La razón, obviamente, está en el avance de la agricultura industrial, pero no solo: el desarrollo urbanizante y la profunda transformación social aparejada han traído como consecuencias la urbanalización del paisaje y la homogeneización de los modos de vida.

Es en el ensayo ‘Mirar’ donde Berger logra explicarnos de forma nítida cómo esos hábitos se hacen supuestamente deseables. De la mano de Walter Benjamin o Susan Sontag, desgrana el uso de la fotografía en el capitalismo industrial como un dispositivo de control para generar cambios sociales a partir de la profusión de imágenes que, paradójicamente, solo representan apariencias (ni qué decir tiene de lo que pensaría en el actual momento de producción, reproducción y publicación instantánea y casi exponencial). Su tesis viene a decir que la cámara atrapa acontecimientos para olvidarlos: la memoria deja de ser necesaria ante un continuo espectáculo de fotografías carentes de sentido. Pero antes, nos regala el análisis de la famosa fotografía en que August Sander retrató a tres campesinos:

Tres campesinos, August Sander, 1914.
“Hay en esta imagen tanta información como en las páginas de un maestro de la descripción de la talla de Zola. Sin embargo, yo solo quiero tomar en consideración una cosa: sus trajes (…) La estática fotografía muestra, tal vez más claramente que la vida, la razón fundamental por la que los trajes, lejos de disfrazarla, subrayan y acentúan la clase social de quienes los llevan. La foto fue realizada en 1914. Los tres jóvenes pertenecen, como mucho, a la segunda generación de campesinado europeo que utilizó este tipo de traje (…) Sus manos son demasiado grandes, sus cuerpos demasiado delgados, sus piernas demasiado cortas. Utilizan el bastón como si estuvieran conduciendo ganado. Podemos hacer el mismo experimento con sus caras (…) Lo único que les sienta bien es el sombrero (…) Sin embargo, nadie obligó a los campesinos a comprarse un traje, y los tres que se encaminan hacia el baile están claramente orgullosos del suyo. Lo llevan con una suerte de presunción. Esta es precisamente la razón por la que el traje podría convertirse en un ejemplo clásico y fácil de explicar la hegemonía de clase.”

Estando acá y observando las costumbres del interior, me he atrevido a defender que la vida campesina de Paraguay es instintiva e inconscientemente anticapitalista. No se trata de una idea elaborada, sino más bien de la intuición de que, viviendo sobre una tierra fértil, donde es fácil –desde una visión comunitaria- tener las necesidades básicas cubiertas, lo más importante después del trabajo para proveerlas es compartir lo que tengas: tu tiempo, tu conversación, un tereré... Ya veis, cosas muy sencillas, momentos y espacios de pausa que, en otros contextos y bajo ritmos productivos frenéticos, parecieran estar en extinción. Y me hace feliz ver, en cierta medida, refrendada mi impresión en el libro de un antropólogo canadiense, Kregg Hetherington, del que ya os hablé en otra entrada. Hasta ahora solo había leído algún artículo suelto, pero una amiga me ha regalado ‘Auditores campesinos’ y lo estoy devorando porque, además, en estos días el autor estará por acá para presentar la edición en castellano.

Campesinado y ciudadanía

El ensayo hace una crítica situada, que no subjetiva, de cómo la modernidad que se construyó a partir de 1989 en Paraguay con la caída de Stroessner deja fuera del proyecto nacional al campesinado. Tras casi medio siglo de dictadura, este discurso se articula en torno a tres ejes: crecimiento, transparencia y democracia. Tales ingredientes permitirían sacar al país de su secular aislamiento, garantizarían la lucha contra la corrupción y sentarían las bases de la gobernabilidad basada en los derechos humanos. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que en esta visión del desarrollo –ese ‘progreso histórico’ aparentemente ineludible…- subyace una estrategia que tiende a despolitizar los conflictos y a convertir cualquier asunto en un problema técnico y burocrático.

Michel Foucault, uno de los grandes teóricos del
conflicto social y las formas de dominación.
La palabra ‘campesino’ hace referencia en Paraguay a pequeños agricultores, con o sin tierras, fundamentalmente, de la región Oriental. Sobre ellos pesa todo un imaginario que no solo no encajaba en ese proyecto de modernidad, sino que era visto por el polo transicionista –la clase media urbana y, se podría decir que, específicamente, élites y profesionales liberales de la capital- como una amenaza, toda vez que representaba lo inescrutable de las masas. Para empezar, se les vincula a una suerte de irracionalidad económica, que es la forma eufemística de no llamarles directamente haraganes; por supuesto, es gente analfabeta, en tanto en el interior se habla guaraní, un idioma ágrafo –hasta la gramática elaborada por los Jesuitas, que dejaron su impronta colonial en él- cuyos significantes y significados difícilmente casan con una cosmovisión occidental-liberal; y, por si fuera poco, se les asocia con el pasado autoritario del país, en la medida en que su flirteo o apoyo, más o menos, explícito a líderes populistas abrirían la posibilidad de esa ‘irrupción plebeya’ –tan de moda ahora-, esa forma, al parecer aberrante, de acceder y ejercer el poder.

Es fácil deducir que crecimiento, transparencia y democracia resultan conceptos casi antagónicos a haraganería, analfabetismo y populismo. Sin embargo, el campesinado también representa la visión romántica de la nación paraguaya –ese pueblo mestizo que ha resistido desde la colonia hasta las sucesivas guerras que marcan la historia reciente del país-, de manera que servía como un aliado necesario y funcional al proyecto de transición democrática. La paradoja es que este discurso moderno, que explícitamente incorpora a la población campesina –y que esta abraza y hace suyo-, implícitamente va a desplazar la marginalidad de este grupo desde la raza, la cultura y la clase, hacia la esfera técnico-burocrática disfrazada, solo aparentemente, de política. La consecuencia, siempre siguiendo la línea argumentativa del autor del libro, es que la transición trajo consigo la creación de dos rangos de ciudadanía: la sociedad civil, un actor racional capaz de participar en las decisiones políticas, y un pueblo, al margen de las nuevas lógicas de la modernidad, que solo puede ser gobernado.

La épica pionera y el bloque histórico

En 1963 se promulga el Estatuto Agrario, el régimen jurídico que va a administrar la Reforma Agraria y crea el Instituto de Bienestar Rural (IBR). Este se encargará de repartir colonias en la fértil, y hasta entonces boscosa, región Oriental. A diferencia de otros países de Latinoamérica, la Reforma Agraria en Paraguay resultó mucho menos conflictiva: si en aquellos, grandes haciendas eran trabajadas por aparceros de familias ricas, en este se expropiaron latifundios vacíos e improductivos, cuyos dueños eran individuos o empresas inscritas en el Registro por agentes inmobiliarios internacionales a finales del siglo XIX. Así se inició lo que se conoció como ‘Marcha al Este’ (con evidentes reminiscencias en los pioneros estadounidenses del siglo XIX) que pretendía, además de ser un proyecto de construcción nacional, proteger el territorio de la anexión con la frontera agrícola brasileña. Familias enteras que habitaban pequeñas parcelas en la zona central se desplazaron hacia la frontera para ocupar las diez hectáreas que el Estatuto les asignaba –siempre que demostrasen que su dedicación habitual era la agricultura y que no poseían otras tierras-, creándose así pequeñas ciudades y nuevas economías y organizaciones de ‘base’.

Hoy en día nadie pone en duda que el desarrollo de la frontera agrícola hacia el Este, junto con la construcción de la presa de Itaipú, fueron las grandes hazañas económicas del régimen de Stroessner. Como consecuencia de esta política, el Partido Colorado se convirtió en el partido de la mayoría de campesinos, tejiendo un aparato clientelar que se fue construyendo y fortaleciendo a medida que avanzaba el paisaje reformado. Y lo que el autor del libro sostiene es que, a pesar del surgimiento de corrientes políticas contrarias al régimen en el campo –cuyo máximo exponente fueron las Ligas Agrarias, violentamente reprimidas y desmanteladas a mediados de los años 70-, “el mayor éxito de Stroessner fue la creación de un bloque histórico basado en una filosofía singular del uso de la tierra, del desarrollo y, en última instancia, del propio Estado-Nación.”

La gran aportación de Antonio Gramsci al pensamiento marxista fue el
concepto de hegemonía y la necesidad de un bloque histórico.
Stroessner supo construirlo pero, dado su visceral anticomunismo,
dudo que leyera los 'Cuadernos de la cárcel' del sardo.
La realidad es que la red clientelar del Partido Colorado no se tejió solo hacia abajo y el IBR, a la par que permitía el acceso a tierras por debajo de su precio de mercado a campesinos desposeídos, también fue otorgando grandes extensiones a militares y altos funcionarios. La mayoría de estas tierras fueron vendidas a especuladores o a migrantes brasileños, comúnmente conocidos como ‘brasiguayos’ que, en apenas dos décadas, colonizaron la mayor parte de los tres departamentos fronterizos: Canindeyú, Alto Paraná e Itapúa. Obviamente, todas estas operaciones eran fraudulentas, dado que ni unos ni otros eran sujetos de la Reforma Agraria, pero en tanto se mantuvo como dos regímenes agrarios diferentes, que operaban sobre distintos rubros y con cadenas comerciales segregadas, desde Asunción era difícil ver cómo los granos de soja iban cambiando paulatinamente la imagen y el paisaje tradicional del Paraguay rural.

La anomalía de que en este país el dictador fuese sacado del poder por un golpe de estado y que el mismo Partido Colorado siguiese gobernando dos décadas después era ampliamente atribuida por las élites capitalinas al voto campesino. A la imagen de pies descalzos, tereré y sombrero pirí, se empezó a sumar la idea, casi vista como una patología, de que el campesinado había sido engañado y corrompido durante años de dictadura, que no tenía la culpa de su atraso pero que, definitivamente, era incapaz de participar del debate democrático. El golpe al dictador coincidió, además, con la Caída del Muro y el fin de la historia, y en este contexto la corriente transicionista quedó seducida ante las bondades del libre mercado, de manera que la revolución agrícola que suponía la soja encajó como una suerte de redención económica en su discurso hacia la modernidad: para 2004, Paraguay ya se había convertido en el cuarto productor mundial de soja.

Tenencia de la tierra: kuatia

A medida que el autor del libro nos va contando su investigación y las conversaciones que mantenía con campesinos, da cuenta de una frase repetida por estos y a la que él, en principio, no le encuentra mucho sentido: ¡Oprivatizapase la oreyvy! (¡Quieren privatizar toda nuestra tierra!). Sequías, malas cosechas y atractivos precios ofrecidos por los ‘brasiguayos’ –hasta 30 veces el valor otorgado por el IBR- habían ido empujando a algunos campesinos a vender sus tierras o a plantar ellos mismos soja, iniciándose así un proceso –deforestación, agrotóxicos, policía y grupos civiles armados forzando a pequeños agricultores a vender sus tierras- que convertía en inhabitable la realidad en las comunidades para quienes insistían en quedarse. La posesión de la tierra en las colonias y asentamientos se regía por el Estatuto Agrario y, dependiendo de su posición en la narrativa pionera, los campesinos poseían sus tierras como mejoras, derecheras o títulos.

Al revocar el Estatuto Agrario los llamados latifundios ‘improductivos’, los campesinos que participaron en la colonización hacia el Este solo tenían que encontrar tierras que no estuviesen siendo utilizadas para la agricultura y tomar posesión. En los primeros años, jóvenes campesinos aplicaron desmontes, instalaron pozos, acondicionaron cultivos…, es decir, mejoraron con su trabajo la parcela que luego podía ser vendida a una segunda ola de pioneros. En estos casos, el objeto de la compra-venta eran esas mejoras, y no tanto la tierra en sí, y no existía ningún intercambio formal: era una transferencia ‘arriero porte’, el equivalente en guaraní a un ‘pacto entre caballeros’. El reconocimiento estatal a través del IBR requería un decreto de expropiación y el problema surgía cuando varios dueños reclamaban la misma parcela –consecuencia de las tierras malhabidas que generó la asignación discrecional a individuos que no eran sujetos de la Reforma Agraria-. La presencia del IBR en las colonias dio la esperanza a los campesinos de que, aunque fuera lento, el proceso de expropiación era inevitable luego de la ocupación de las tierras y el reasentamiento organizado. Los derechos adquiridos a través de esta interacción con el IBR se conocen como derecheras, aunque este es un término que hasta hace poco no aparecía en ningún documento legal. Aunque las derecheras no podían venderse –política con la que la Reforma Agraria pretendía generar el arraigo de las comunidades- en la práctica sí que se daban estas ventas, ya que para la mayoría de campesinos el papel que acompañaba a su parcela, más que reconocer la propiedad, era un reconocimiento legal al trabajo e inversiones previas: quien compraba y quien vendía entendía que se trataba de mejoras y que el documento solo añadía, al reconocerlo, más valor a la tierra. Una vez pagada su derechera el campesino podía acceder al título, una fórmula que garantizaba más ‘seguridad’ ante la posibilidad de un desalojo o, simplemente, como un símbolo de sus logros. Los títulos no podían venderse por un período de diez años, transcurridos los cuales estas tierras pasaban a regirse por el Código Civil, en lugar del Estatuto Agrario, de manera que la transferencia ya no estaba restringida y pasaba a ser una propiedad privada como otra cualquiera.


Tereré y sombrero pirí, dos imágenes del Paraguay rural.
En Ko'e Porã, una de las comunidades que más rechazo
ha mostrado a implicarse en nuestro proyecto por miedo
a la privatización de sus organizaciones de agua.
Cuando la gente del campo habla de su lote, normalmente, se refiere a él como chelote (mi lote) o cheyvy (mi tierra) pero nunca como chepropiedad (mi propiedad), y quienes sí lo hacen es porque han pasado a considerarse –y a ser considerados por la comunidad- productores (ni siquiera ya agricultores) que, bien cultivan soja o arriendan su tierra a estancieros ‘brasiguayos’: la tierra deja de ser vista como la ‘base’ de su proyecto y pasa a ser mercancía con la que aumentar su capital. Lo que defiende Hetherington es que las prácticas de conocimiento y de relación con el mundo del campesinado definen su visión de los derechos de propiedad y este aspecto, entre otros, encierra el fracaso de uno de los objetivos de la Reforma Agraria: el reconocimiento de plena ciudadanía de la población campesina a través del acceso a la tierra.

Para los campesinos, la ‘base’ no es solo su hogar, sino que constituye el principio de su subjetividad política: el derecho de propiedad es para ellos un bien material adquirido fruto de su trabajo y que les vincula como ciudadanos con el Estado. Si en la tradición jurídica liberal, la propiedad es una especie de relación abstracta corroborada por un título, desde la perspectiva campesina la propiedad está definida por la materialidad de sus acciones, es decir, por su propio trabajo. En el primer caso, el derecho –el reconocimiento en un código legal abstracto- es previo al acceso a esa propiedad; en el segundo, el derecho es el resultado material del trabajo sobre esa propiedad que, finalmente, se ve reconocido en kuatia (papeles). Es decir, según el autor, habría un choque antropológico entre el pensamiento económico campesino y la economía política institucionalizada.

Hasta la expansión de la soja, en la región Oriental nadie tuvo problemas en comprar o vender sus lotes ni el trabajo en ellos invertido. Pero el boom de las commodities a partir de los años 90 abrió la presión sobre las comunidades y el temor entre las organizaciones campesinas a que estas desaparecieran. Además, y este es uno de los ejes del libro, el nuevo lenguaje de la transparencia se convirtió en un obstáculo para los campesinos: a las tierras malhabidas surgidas por el reparto ilegal de tierras fiscales, se sumaba ahora la habilidad de los grandes estancieros para, bajo el subterfugio que brindaba el Código Civil –y sus incoherencias con el Estatuto Agrario, que permitía la prevalencia de aquel, también al interior de las colonias-, titular rápidamente y de facto propiedades, bajo el pretexto de un mero cercado, un cartel o el inicio de la plantación. Es decir, estos ‘actos de posesión’ actuales anulaban el trabajo campesino previo. Y entonces Kregg entendió lo que los campesinos llamaban ‘propiedad privada’: ndojeikekuaai (no se puede entrar). La nueva transparencia institucional se traducía en una práctica de acceso a la tierra excluyente respaldada por la policía y apoyada por civiles armados.

Las marchas campesinas tienen una presencia constante en Asunción
para reclamar, entre otras cosas, el acceso a la tierra.

Un apunte personal

Dice Roa Bastos en ‘Hijo de Hombre’ que “la separación de los intelectuales de la gente implica inevitablemente la traición a su causa.” Lo que más me está gustando de este libro es su crítica situada, una toma de postura sin ambages –aunque entendiendo y explicando sus contradicciones internas- de la voz campesina. Y el hecho de que, como dicen acá, “se me ha caído la ficha”. Y es que, pese a que llevo más de un año y medio trabajando con organizaciones comunitarias de agua en Canindeyú, solo ahora comprendo el temor a una idea de privatización que, usada por la gente del interior, yo tampoco lograba discernir. Haciendo un paralelismo con el problema de la titulación de tierras, creo que empiezo a entender las reticencias de mucha gente a regularizar la situación de sus organizaciones comunitarias de agua bajo el temor de la privatización.

Si el rasgo más llamativo de la transparencia es su obsesión por los documentos y los campesinos han tratado de entrar en esa lógica a través de su trabajo, han ido poco a poco descubriendo que sus kuatia, de repente, han perdido el valor que ellos les otorgaban y, también, el significado que tenían como vínculo de ciudadanía. Los documentos se han convertido, de hecho, en la herramienta que ese lenguaje de la transparencia institucional usa para la desposesión en uno y otro sentido.

Nota final

Este texto lo he elaborado a partir de las notas que he ido tomando de la primera mitad del libro. Si me tenéis paciencia y soy capaz de mayor síntesis de la que he demostrado aquí, tengo intención de escribir una segunda parte de esta entrada, que daría cuenta de lo que el autor denomina ‘auditorías campesinas’: dado que la transparencia es una idea universalista pero, como ha quedado demostrado, crea sujetos no autorizados a participar en ella, se hacen necesarias “un conjunto de prácticas de rescate, interpretación y creación de documentos oficiales (como cualquier auditoría) que no se adaptan a la ideología o estética ideal de la transparencia.” Es decir, una suerte de resistencia, dentro de los flujos de información gubernamental a través de los cuales su práctica es vista como una amenaza para, precisamente, confrontar distintas subjetividades políticas.


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