miércoles, 19 de agosto de 2015

Memorias


Tal vez esa tempestuosa y recóndita apetencia del corazón humano sea más infinita que la esperanza.
Tal vez el amor sea más largo que el tiempo.
Juan Manuel Marcos, ‘El invierno de Gunter’.


Hay días que se te llenan de memoria. Hoy es el cumpleaños de mi hermano. Nació una calurosa tarde de agosto, treintaicinco años después de la madrugada –Cómo canta la zumaya…- en que fusilaron a Federico García Lorca. Pareciera que nunca va a estar todo dicho sobre su vida y su muerte. Mi madre estaba sola en la cocina de la casa de mis abuelos cuando vio venir el parto, una cocina que seguro agrandan mis recuerdos. No puede ser de otra manera para que en ella, como en tantas otras cocinas, quepan todas las memorias que guardan. Treintaicinco años antes de que naciera mi hermano, en otra calurosa tarde de agosto, un camión de falangistas fue cargando –al compás de los cordeles que entregaba el cura Bibiano para atarles las manos a la espalda- a los rojos de un pueblo de Castilla con nombre de rey godo. A los jóvenes solteros les devolvieron al día siguiente, con las caras y los cuerpos reventados de la golpiza. Uno de ellos era mi abuelo Teodoro, que por entonces tenía dieciocho años. De los padres de familia nunca más se supo –…¡ay, cómo canta en el árbol!-, once hombres cuyas memorias se pierden en Torozos, esos montes bajos que abrigan algo de lo que soy, ese navío con vaho de muerte desde aquellas madrugadas.

En aquel camión iba mi bisabuelo Antonio. De nada sirvió que su hermano Gerardo, el alcalde socialista del pueblo, se entregara a las autoridades golpistas a cambio de que liberasen a sus compañeros. A él se lo llevaron a ‘Cocheras’ y fue fusilado apenas un mes después extramuros del cementerio del Carmen. La tía Quirina, otra hermana que había regresado de París con la euforia de las elecciones municipales, pasó cinco años en el penal de mujeres de Burgos, por afrancesada, moral libertina y, de paso, por seguir colgando la bandera republicana del balcón después del 18 de julio. Mi tía Maxi, la hermana de mi abuelo, tenía doce años cuando todo esto ocurrió. Siendo aún moza se marchó a Barcelona, para no cruzarse con los asesinos de su padre y, encima, tener que escucharles aquello de que “hay que arrancar estas malas hierbas rojas”. A sus 91 años es la única memoria viva de aquellos hechos en mi familia. Es imposible llevar la cuenta de las veces que ella y mi abuelo nos contaron, nos revivieron, nos lloraron –sabiéndose amurallados en su interior-, aquel duelo siempre inconcluso.

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Me acabo de leer ‘El invierno de Gunter’. Os lo podría resumir como la toma de conciencia de un mequetrefe integral. Lo malo, como decía Woody Allen de la Biblia, es que el personaje central resulta poco creíble. Lo bueno, es que los dos metros desgarbados de ese paraguayo de origen alemán sirven de perchero para colgar las otras, las verdaderas historias del libro. En realidad, más que una novela, es un artefacto de ficción, una de esas metanovelas que juegan con voces, registros y géneros para disfrute de quien lee. Está ambientada en una Corrientes (Argentina) que en realidad es el trasunto de la Asunción (Paraguay) que el autor vivió, sufrió y de la que tuvo que exiliarse en la última etapa de la dictadura estronista. Dos adolescentes son detenidas por zurdas y lesbianas. A Soledad, entre violaciones y picana (si alguien no conoce los métodos de las dictaduras del cono Sur le puede echar tiempo y estómago a esta película), aún le da el cuero para escribirle poemas de amor a Verónica. A esta, sin cortarse tampoco en las torturas, la machacan moralmente contándole las barbaridades a que someten y el derrumbamiento de aquella. Pero es mucho más que una terrible y sensual historia de amor: con tinte autobiográfico, a ratos trama policíaca, homenajes explícitos a Roa Bastos y otros grandes de la literatura, una reivindicación de los mitos guaraníes…, los poemas de Soledad van hilando la memoria política, social y cultural de este país pero haciendo un ejercicio de universalización, conectándolo con los cambios que sufre el mundo en esa década trágica en que el neoliberalismo y la globalización empezaron a imponerse como doctrinas.

La temida 'caperucita roja' de la portada es todo un
símbolo de la dictadura estronista: las Chevrolet de color rojo
que patrullaban las calles asuncenas sembrando el terror
con sus rondas de noche en busca de comunistas.

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Hay otro tipo de memoria. El ADN mitocondrial es el material genético contenido en las mitocondrias, las factorías energéticas de nuestras células. Tiene algunas particularidades que lo hacen especialmente útil para la investigación, entre ellas, que solo lo heredamos por vía materna. Vamos, que lleva viajando con cualquiera que ahora esté leyendo esto desde hace unos 150.000 años y nos conectaría a todos, toditas, con esa supuesta ‘Eva’, la antecesora común más reciente de nuestra especie. Desde su descubrimiento, se han podido establecer líneas genéticas directas y elaborar así una especie de árbol genealógico de la humanidad. Además, los cambios en las secuencias genómicas sirven para ver las diferencias evolutivas entre poblaciones e inferir los momentos en que algún grupo de antepasados se cansó del lugar o de lo que estaba haciendo y le dio por explorar nuevos territorios. Pero más recientemente, también se está empleando en medicina forense para la identificación de cadáveres cuyos restos estén muy deteriorados.

Intervención del proyecto ADN Mitocondrial. Foto: CCEJS.
De la mezcla de ciencia, arte y política ha surgido un proyecto que lleva por título, precisamente, ADN Mitocondrial. Este proyecto ha ganado la iniciativa Invernadero, del Centro Cultural de España Juan de Salazar, un intenso mes de formación y experimentación en torno a la idea de ‘Estado’. Uno de sus artífices es Alfredo Quiroz, artista plástico y médico forense que colabora con la Dirección de Reparación y Memoria Histórica, encabezada por Rogelio Goiburú, dependiente de la Dirección General de Derechos Humanos, del Viceministerio de Justicia y Derechos Humanos, en la búsqueda de las víctimas de la dictadura estronista. El propio Goiburú es hijo de uno de esos desaparecidos: también médico, se puso en el punto de mira de las autoridades cuando trabajaba en el Hospital Policlínico y se negó a firmar como defunciones naturales las muertes por torturas. En Paraguay, pese a no aplicarse ninguna ley de amnistía, apenas se ha juzgado a un puñado de torturadores. La Comisión de Justicia y Verdad ha constatado 425 ejecuciones sumarias entre las más de 20.000 personas presas políticas. El premio de la convocatoria es una residencia de dos semanas en un centro de arte español, donde el proyecto será expuesto y presentado al público.

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“Saber que España es después de Camboya el país con más muertos en las cunetas debería hacernos pensar”. La frase es del escritor Julio Llamazares, que algo sabe de nostalgia y de memorias enterradas…