Estos días he tenido que revisar
mucha documentación en el trabajo. Supongo que esa parte ingrata
es la que hace que –mientras escaneas y cotejas informes sobre el apoyo y
seguimiento de asambleas de organizaciones
comunitarias de agua- la mente divague y la vista se pierda siguiendo la caligrafía
de las personas que los han escrito. A veces, hasta sientes el esfuerzo de quienes,
sin apenas formación, han entregado su tiempo para garabatear unas letras que no
dan cuenta, sin embargo, de una labor social impagable. Otras, te sorprende el
esmero de unas líneas marcadas a lapicero para que los renglones no se tuerzan.
Y casi te enternece ver separatas con hojas cuadriculadas de tamaño cuartilla, arrancadas de algún
viejo cuaderno, y unas grandes letras rotuladas que marcan la categoría del
documento: actas, estatutos, rendición de cuentas… En varios informes he visto su nombre y me he acordado de su historia.
R. es delgada; viste de forma
sencilla y cómoda, como todo el mundo en el interior, pero nunca le falta algún
detalle coqueto, un pañuelo de colores anudado a la cabeza para sujetar la larga
melena o un par de tacos altos que estilizan su figura; se sienta con
discreción y habla un dulce guaraní. Su apariencia envuelve esa suerte de fragilidad
llena de determinación. Tiene cuatro hijos de un gañán que la aporreaba. Vino a
uno de los talleres para ser promotora social: nuestra forma de trabajar es capacitar
a gente del territorio sobre los diferentes aspectos del proyecto y que estas
mismas personas, a su vez, formen –con la réplica de talleres cuyos contenidos consensúan,
construyen y adaptan colectivamente- al resto de miembros de sus comunidades.
M. lleva el pelo corto, es
fortachona, siempre viste pantalón y camisetas amplias; se sienta con las
piernas abiertas y habla y gesticula con vehemencia; reconoce sin complejos que
mea de pie. Y qué se puede esperar, si ella misma se siente un hombre atrapado
en un cuerpo de mujer, que sublimar un aspecto y unas maneras ‘muy masculinas’. En el interior dicen que es hermafrodita. Por ser mujer, o por no serlo lo suficiente, o por ser mujer a su pesar, luchar
contra ello y reafirmarse en otra identidad que quizá nadie sepa nombrar, un
día la violaron. Por eso M. tiene un hijo. M. vino a uno de los talleres de
electricidad.
R. y M. viven en la misma
colonia. Probablemente se conocían de tiempo atrás pero intimaron trabajando
juntas en el comité de mujeres. Un día R. dejó su casa y se fue a vivir con M.
Lo que R. sentía con M. nunca lo había experimentado con su marido, me contó la
compañera con la que un día R. se confió. Durante un tiempo no me pude sacar de
la cabeza el valor que hace falta reunir para que dos mujeres –cada una a su
manera y por caminos distintos- hayan emprendido un viaje así. En la zona todo
el mundo conoce su historia. R. tenía que visitar con su moto a las comisiones
directivas de juntas y comisiones de agua y verificar que estaban haciendo las
cosas bien. "Una mujer, esa mujer, nos va a venir a cuestionar",
debieron de pensar algunos líderes comunitarios. Imaginaos esta situación en
una ciudad, luego llevadla al campo, y cuando lo hayáis hecho tratad de visualizar
un entorno rural aislado en un
país a una distancia abismal de cualquier idea de igualdad que
tengáis.
Veo el nombre de R. en algunos informes, una cifra menor de la esperada, no se lo debieron de poner fácil para hacer su labor. Y mientras sigo archivando documentos me acuerdo de ellas. Me cuentan que ya no viven
juntas. Tal vez R. llevaba muchos años aprendiendo sumisión. Acaso M. no supo
cómo afirmarse (y defenderse) sin copiar los modos violentos
de esa esfera varonil campesina en la que creció. Quizá R. se debió de preguntar un día cuál era
la diferencia entre que la aporrease un hombre y que quien lo hiciese fuera una mujer.