Tal vez esa tempestuosa y recóndita apetencia del
corazón humano sea más infinita que la esperanza.
Tal vez el amor sea más largo que el tiempo.
Juan Manuel Marcos, ‘El invierno de Gunter’.
Hay días que
se te llenan de memoria. Hoy es el cumpleaños de mi hermano. Nació una calurosa
tarde de agosto, treintaicinco años después de la madrugada –Cómo canta la zumaya…- en que fusilaron
a Federico García Lorca. Pareciera que nunca va a estar todo dicho sobre
su vida y su muerte. Mi madre estaba sola en la cocina de la casa de mis
abuelos cuando vio venir el parto, una cocina que seguro agrandan mis recuerdos.
No puede ser de otra manera para que en ella, como en tantas otras cocinas,
quepan todas las memorias que guardan. Treintaicinco años antes de que naciera
mi hermano, en otra calurosa tarde de agosto, un camión de falangistas fue
cargando –al compás de los cordeles que entregaba el cura Bibiano para atarles
las manos a la espalda- a los rojos
de un pueblo de Castilla con nombre de rey godo. A los jóvenes solteros les
devolvieron al día siguiente, con las caras y los cuerpos reventados de la
golpiza. Uno de ellos era mi abuelo Teodoro, que por entonces tenía dieciocho años. De
los padres de familia nunca más se supo –…¡ay,
cómo canta en el árbol!-, once hombres cuyas memorias se pierden en
Torozos, esos montes bajos que abrigan algo de lo que soy, ese navío con vaho de muerte desde
aquellas madrugadas.
En aquel
camión iba mi bisabuelo Antonio. De nada sirvió que su hermano Gerardo, el
alcalde socialista del pueblo, se entregara a las autoridades golpistas a
cambio de que liberasen a sus compañeros. A él se lo llevaron a ‘Cocheras’
y fue fusilado apenas un mes después extramuros del cementerio del Carmen. La
tía Quirina, otra hermana que había regresado de París con la euforia de las
elecciones municipales, pasó cinco años en el penal de mujeres de Burgos, por
afrancesada, moral libertina y, de paso, por seguir colgando la bandera
republicana del balcón después del 18 de julio. Mi tía Maxi, la hermana de mi
abuelo, tenía doce años cuando todo esto ocurrió. Siendo aún moza se marchó a
Barcelona, para no cruzarse con los asesinos de su padre y, encima, tener que
escucharles aquello de que “hay que
arrancar estas malas hierbas rojas”. A sus 91 años es la única memoria viva
de aquellos hechos en mi familia. Es imposible llevar la cuenta de las veces
que ella y mi abuelo nos contaron, nos revivieron, nos lloraron –sabiéndose
amurallados en su interior-, aquel duelo siempre inconcluso.
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Me acabo de
leer ‘El invierno de Gunter’. Os lo podría resumir como la toma de conciencia
de un mequetrefe integral. Lo malo, como decía Woody Allen de la Biblia, es que
el personaje central resulta poco creíble. Lo bueno, es que los dos metros
desgarbados de ese paraguayo de origen alemán sirven de perchero para colgar
las otras, las verdaderas historias del libro. En realidad, más que una novela,
es un artefacto de ficción, una de esas metanovelas que juegan con voces,
registros y géneros para disfrute de quien lee. Está ambientada en una Corrientes
(Argentina) que en realidad es el trasunto de la Asunción (Paraguay) que el
autor vivió, sufrió y de la que tuvo que exiliarse en la última etapa de la
dictadura estronista. Dos adolescentes son detenidas por zurdas y lesbianas. A Soledad, entre violaciones y picana (si alguien no conoce los métodos
de las dictaduras del cono Sur le puede echar tiempo y estómago a esta película), aún le
da el cuero para escribirle poemas de amor a Verónica. A esta, sin cortarse
tampoco en las torturas, la machacan moralmente contándole las barbaridades a
que someten y el derrumbamiento de aquella. Pero es mucho más que una terrible y
sensual historia de amor: con tinte autobiográfico, a ratos trama policíaca,
homenajes explícitos a Roa Bastos y otros grandes de la literatura, una
reivindicación de los mitos guaraníes…, los poemas de Soledad van hilando la
memoria política, social y cultural de este país pero haciendo un ejercicio de
universalización, conectándolo con los cambios que sufre el mundo en esa década
trágica en que el neoliberalismo y la globalización empezaron a imponerse como
doctrinas.
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Hay otro tipo
de memoria. El ADN
mitocondrial es el material genético contenido en las mitocondrias, las
factorías energéticas de nuestras células. Tiene algunas particularidades que
lo hacen especialmente útil para la investigación, entre ellas, que solo lo
heredamos por vía materna. Vamos, que lleva viajando con cualquiera que ahora
esté leyendo esto desde hace unos 150.000 años y nos conectaría a todos,
toditas, con esa supuesta ‘Eva’, la antecesora común más reciente de nuestra
especie. Desde su descubrimiento, se han podido establecer líneas genéticas
directas y elaborar así una especie de árbol genealógico de la humanidad.
Además, los cambios en las secuencias genómicas sirven para ver las diferencias
evolutivas entre poblaciones e inferir los momentos en que algún grupo de
antepasados se cansó del lugar o de lo que estaba haciendo y le dio por
explorar nuevos territorios. Pero más recientemente, también se está empleando
en medicina forense para la identificación de cadáveres cuyos restos estén muy
deteriorados.
![]() |
Intervención del proyecto ADN Mitocondrial. Foto: CCEJS. |
De la mezcla de
ciencia, arte y política ha surgido un proyecto que lleva por título,
precisamente, ADN Mitocondrial. Este proyecto ha ganado la iniciativa Invernadero,
del Centro Cultural de España Juan de Salazar, un intenso mes de formación y
experimentación en torno a la idea de ‘Estado’. Uno de sus artífices es Alfredo
Quiroz, artista plástico y médico forense que colabora con la Dirección de
Reparación y Memoria Histórica, encabezada por Rogelio Goiburú, dependiente de
la Dirección General de Derechos Humanos, del Viceministerio de Justicia y
Derechos Humanos, en la búsqueda de las víctimas de la dictadura estronista. El
propio Goiburú es hijo de uno de esos desaparecidos: también médico, se puso en
el punto de mira de las autoridades cuando trabajaba en el Hospital Policlínico
y se negó a firmar como defunciones naturales las muertes por torturas. En
Paraguay, pese a no aplicarse ninguna ley de amnistía, apenas se ha juzgado a
un puñado de torturadores. La Comisión de Justicia y Verdad ha constatado 425
ejecuciones sumarias entre las más de 20.000 personas presas políticas. El premio de la convocatoria es una residencia
de dos semanas en un centro de arte español, donde el proyecto será expuesto y
presentado al público.
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“Saber que España es después de Camboya el
país con más muertos en las cunetas debería hacernos pensar”. La frase es
del escritor Julio
Llamazares, que algo sabe de nostalgia y de memorias enterradas…
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